EL FUEGO FATUO. De LOUIS MALLE
Basada en la novela homónima de Pierre Drieu La Rochelle, El fuego fatuo cuenta la historia de Alain Leroy, un alcohólico y drogadicto aparentemente rehabilitado, que decide suicidarse después de visitar a sus viejos amigos, compañeros de juerga que le esperan en París sin saber que una vieja gloria de hace diez años vuelve para “despedirse”. Eso es todo, la historia de un hombre que ha decidido dejarlo todo. Sin embargo, la película utilizará este “banal” periplo para plantear cuestiones mucho más complejas. La que más, sin duda, es la que cambia nuestra propia percepción del acto del suicidio. Lo que en un principio parece una salida fácil del personaje no es sino la punta del iceberg que esconde una personalidad demasiado lúcida para el entorno que la rodea. Como al escritor de la novela o al poeta Jacques Rigaut, suicida también, que debió inspirar el personaje. El suicidio se convierte entonces en un paso más, en algo inevitable dentro del camino que pretende seguir el personaje, pero nunca en una fácil (léase vulgar) salida.Así pues, El fuego fatuo empieza con el choque de dos cuerpos. O más bien, con los restos de ese choque. Una habitación de hotel, dos camas pero sólo una sin hacer, una pareja que se mira, una voz en off que lo describe todo con una exactitud absoluta y, de repente, notas de piano, Satie. Dicho así puede parecer anodino y hasta demasiado convencional. Sin embargo, estos elementos en las manos de Malle (y en las notas de Satie, ¿por qué no decirlo?) consiguen algo increíble. No sólo se retrata a dos personas después de pasar la noche, no sólo los vemos fumar e intercambiar miradas, no. Hay algo, una cosa que (me) es imposible retener con palabras pero que en las imágenes impresiona la vista. Quizá sea la forma como mueven los brazos, el movimiento, la imposibilidad de Alain de sonreírle a Lydia (Léna Skerla), o posiblemente la forma como Malle retrata la textura de esos cuerpos, no lo sé. Quizá el golpe provenga de la Gymnopédie nº1 de Satie, ¿por qué no?El film avanza, la pareja deja el hotel, se separan, Alain regresa a la clínica y por fin entramos en el espacio que lo rodea habitualmente. Una chica con problemas mentales, los hombres que sólo hablan de teología y filosofía, una “ninfómana” (en la película, al contrario que en la novela, algunas características de los personajes como ésta no se explicitan), el doctor La Barbinais y su mujer. Es entonces cuando, al ver la incapacidad de Alain para mimetizarse (las miradas en esta película son importantísimas), empezamos a vislumbrar la magnitud del problema, esa imposibilidad para aprehender las cosas que, desde el encuentro con Lydia, Alain manifestará durante todo el filme. Esa incapacidad para “retener a las personas”, esa falta de tacto que no le deja “sentir” aquello que toca, los cuerpos de sus amantes incluidos, excepto quizá... el de Lydia.Así, la película de Malle nos adentra en la personalidad de Alain. El periplo por París (la clínica de rehabilitación está en Versalles) y, sobre todo, los viejos amigos y el espacio en el que se desenvuelven ahora nos permiten entrar en la psicología del protagonista. Hemos de advertir, no obstante, que esta supuesta “introducción psicológica” no hace del filme un mero instrumento, no. Malle hace de esta historia un relato desesperado, una película negra en el sentido más existencial que se le pueda dar a la palabra, un filme desesperado que parte del rostro angustiado del protagonista para llevarnos a su desgarro interior. Remarcable, en este sentido, la brillante dirección de actores. Desde Jeanne Moreau hasta Maurice Ronet pasando por Bernard Noel, Malle pone en escena un coro de personajes que consiguen transmitir al espectador una realidad a la altura de ese “reflejo de la vida” que por entonces perseguían otros.Alain Leroy recorre París en busca de sus amigos y en cada uno de ellos encuentra una realidad que lo aísla y que termina por reafirmar su fijación en el suicidio. Aún a riesgo de que esta simplificación en palabras haga de la película una simple alegoría, nos atrevemos a reconocer en la figura de Dubourg (Bernard Noel), el más cercano de sus amigos, a la figura del hombre reconvertido en padre que ha cambiado sus “diversiones por intereses”, en el joven Michel Bostel a su propio fantasma de hace diez años, su “sucesor” dirá Alain, en los hermanos Minville, dos hombres para los que la guerra en Argelia nunca ha acabado, algo parecido a esa “acción” que tan desesperadamente busca Alain pero que nunca encuentra y en el matrimonio Lavaud esa falsa “seguridad” burguesa que de nada le sirve porque tampoco lo llena. Así, el espectador puede entender por qué el protagonista aprecia el acto del suicidio no ya como una salida, sino como un paso para alcanzar ese “algo” que termine con su búsqueda, con la angustiosa espera en definitiva.